Menos de tres meses demoró el coronavirus SARS-CoV-2 en llegar a la Argentina desde que se conocieron los primeros casos en la ciudad china de Wuhan. Sin embargo, nuestro país no había sido afectado por otros dos brotes importantes causados por coronavirus en este siglo: el de SARS, entre 2002 y 2003, y el de MERS, en 2012. Se propagaron a más de veinte naciones, pero no llegaron a ser pandemias. ¿Por qué?
El SARS-CoV-2 se está transmitiendo con mayor facilidad en la comunidad que el virus causante del SARS, que se diseminó, sobre todo, en el ámbito hospitalario. Esto se relaciona con la cantidad de virus que las personas infectadas tienen en la nariz y en la garganta. En el caso del SARS, era máxima cuando la enfermedad ya estaba avanzada. En cambio, los infectados por el SARS-CoV-2 tienen máxima carga viral poco después de manifestar síntomas. Incluso, pueden transmitir el virus antes de presentar síntomas o aun cuando no lleguen a tenerlos o cuando no se perciban por ser leves. Se dificulta así identificar y aislar a estos individuos presintomáticos o asintomáticos, y a sus contactos.
Además, a diferencia de la gripe, no sabemos aún si la COVID-19 tendrá un comportamiento estacional, es decir, si los casos disminuirán durante los meses cálidos. Por lo pronto, si bien algunos países eliminaron la enfermedad, como Estonia, el primero de Europa en declarar oficialmente final de la epidemia y donde trabaja el médico de origen argentino Federico Potocnik, y Nueva Zelanda, que rápidamente volvió a tener casos importados (y 300 en estudio al escribir este texto), otros han ido experimentando rebrotes preocupantes, entre ellos, China.
Por eso, la evolución de la enfermedad en los países que se vieron afectados antes que la Argentina, junto con algunos estudios científicos, hacen pensar que, al menos por un tiempo, el virus seguirá circulando y podrá ser necesario endurecer o flexibilizar el aislamiento social hasta que, por ejemplo, surjan tratamientos con adecuada eficacia y sin efectos dañinos en los pacientes, o hasta que contemos con una vacuna.
Estas dos condiciones fueron clave para enfrentar la pandemia de gripe de 2009: por un lado, resultó eficaz el tratamiento con oseltamivir; por otro, gracias a que ya existían vacunas antigripales, se desarrolló con mayor facilidad y rapidez una vacuna contra la nueva cepa del virus.
Se están estudiando distintos tratamientos contra la COVID-19. Encabezados por los argentinos Fernando Polack y Laura Bover, dos grupos independientes investigan el uso de plasma de convalecientes, la fracción de la sangre de personas recuperadas de la enfermedad que concentra anticuerpos contra el virus. Ya en la década del setenta, junto con el doctor Julio Maiztegui, usamos esta herramienta para tratar a personas con fiebre hemorrágica argentina, y fue muy impactante ver su recuperación. Otro equipo de científicos argentinos explora la posibilidad de administrarles a personas infectadas anticuerpos contra el SARS-CoV-2 producidos en caballos.
Con un fundamento totalmente distinto, son alentadores los resultados que se obtuvieron en el Reino Unido al administrarles a pacientes graves dexametasona, que es un corticoide de uso habitual. Esperamos que, en los próximos meses, tengamos pruebas científicas que avalen la eficacia de estas alternativas y su seguridad para quienes las reciban.
A la vez, se está desarrollando una gran cantidad de vacunas con distintas tecnologías. El proyecto más avanzado es el de la Universidad de Oxford con el laboratorio AstraZeneca, apoyado por Bill Gates. Podríamos tener una buena idea de su eficacia para septiembre de 2020 y las primeras dosis hacia fines de año. Otras vacunas prometedoras son las de las empresas Moderna, en los EE. UU.; CanSino Biologics, en China; y BioNTech con el laboratorio Pfizer, en Alemania.
Debemos recordar que las vacunas son las herramientas fundamentales contra las infecciones por virus. Creemos, entonces, que también lo serán para controlar la COVID-19. Durante la pandemia de gripe de 1918, murieron más de cincuenta millones de personas solo en los EE. UU. Sin embargo, el panorama cambió en la década de 1940, cuando se desarrolló la vacuna antigripal. Junto con la antineumocócica, disponible desde los ochenta, son el pilar para prevenir infecciones respiratorias que pueden ser letales. Aunque no protegen contra la COVID-19, son también muy importantes para reducir el impacto de esta pandemia.
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