La primera medalla olímpica de oro se entregó en 1904. Al comenzar los Juegos modernos, solo se premiaban los dos primeros puestos con preseas de plata y bronce, respectivamente, porque el oro se consideraba muy caro. La inversión no duró mucho: solo dos ediciones después, en Estocolmo, se entregó por última vez una medalla maciza de tan preciado metal. Y de allí en más, las medallas del campeón y del subcampeón pasaron a diferir solo en un baño áurico de 6 gramos, aunque en términos deportivos esta diferencia sea para muchos inestimable.
En Tokio 2020, las medallas entregadas serán representativas de un nuevo valor olímpico: la sostenibilidad. Con el fin de obtener los 30,3 kilogramos de oro, 4100 de plata y 2700 de bronce necesarios para fabricarlas, los japoneses recolectaron unas ochenta mil toneladas de teléfonos celulares, cámaras digitales, videojuegos de mano y computadoras portátiles, que fueron clasificados, desmantelados y fundidos por expertos.
“El concepto de fabricar las medallas con metales reciclados no es exclusivo de Tokio 2020″, aclara el Comité Olímpico Internacional. Sin embargo, enfatiza sobre este proyecto: “Es, ciertamente, único por su escala, y es la primera vez que los ciudadanos de un país participan de forma proactiva en la donación de los dispositivos electrónicos usados”.
Los organizadores sostienen que estos juegos brindan una oportunidad para ser testigos del papel de las Olimpíadas en crear una sociedad más sostenible, “más allá de la clásica celebración de la humanidad y de los valores olímpicos de excelencia, amistad y respeto”. Idearon varias estrategias más para lograrlo: construyeron los podios con botellas de shampoo recicladas; fabricaron con botellas de gaseosa los uniformes de quienes llevarán la antorcha, cuya estructura estará hecha, a su vez, con aluminio usado para viviendas temporales luego del tsunami de 2011; reutilizarán para producir bancos de plaza la madera donada para infraestructura de la villa olímpica; y usarán energías renovables, incluso en el transporte, para evitar emisiones de gases de efecto invernadero.
“Esperamos que la estrategia que estamos implementando […] permanezca en la mente de la gente como un buen recuerdo de estos juegos que pasará a la siguiente generación”, expresa Yuki Arata, director principal de Sostenibilidad de Tokio 2020. Y destaca que desean despertar conciencia sobre estas cuestiones aun después del acontecimiento y que el esfuerzo continúe y se convierta en un legado.
Existe el consenso, en el ámbito académico, de que los megaeventos deportivos no promueven la sostenibilidad, de acuerdo con un artículo reciente publicado por Jules Boykoff, exjugador olímpico de fútbol y profesor de Ciencias Políticas en la Universidad del Pacífico de Oregón (EE. UU.) y Gilmar Mascarenhas, profesor del Departamento de Geografía de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, en Brasil. “Ser anfitrión de las Olimpíadas no se traduce automáticamente en un legado ambiental positivo luego del evento”, afirman.
Según detallan, en el siglo XXI, se espera que las ciudades postulantes anuncien una lista de proyectos e infraestructura que las beneficiarán a futuro. Sin embargo, los autores analizan el caso de Río 2016 y concluyen que no se concretaron las promesas más importantes. Como ejemplo, mencionan, por un lado, que se había previsto el saneamiento de la bahía de Guanabara para las competencias de vela y de la laguna Rodrigo de Freitas, escenario de las de remo y canotaje; pero en ambos casos hubo muertes masivas de peces un año antes de los Juegos, y se pospuso finalmente concluir la limpieza de la bahía en 2035. Por otro lado, mientras que se había prometido plantar 34 millones de árboles hasta 2016 para mitigar las emisiones de carbono, apenas se habían plantado 5,5 millones al llegar la primavera de 2015, y quedaban pendientes solo 8 millones más hasta el inicio de las Olimpíadas, mucho menos de lo previsto.
Mascarenhas publicó en 2018 otro artículo, “Crisis olímpica, crisis ambiental”, junto con Leandro Dias de Oliveira. Al repasar la historia de los Juegos, señalan que Barcelona 1992 “ratificó el comienzo del ciclo glorioso de expansión comercial del evento, que alcanzó la máxima monumentalidad y sofisticación en los juegos de 2008, en Beijing”. Durante ese período, hubo mucha demanda para organizar estos megaeventos, con un récord de 11 ciudades postuladas en 2004. Para ser elegidas, sus proyectos debieron ser cada vez más audaces. Pero este modelo, con gran impacto local –económico, ambiental y en la calidad de vida de los habitantes de las ciudades sede, comenzó a generar rechazo.
Según los académicos, hay una crisis olímpica desde entonces por el desinterés en organizar los Juegos debido al enorme gasto público y a la tendencia a construir íconos arquitectónicos sofisticados e infraestructura deportiva de uso incierto a futuro. De hecho, solo dos ciudades, París y Los Ángeles, se postularon para organizar las Olimpíadas de 2024. La primera salió favorecida, pero ya se le encomendaron a la segunda los de 2028, ante el riesgo de no tener nuevas candidaturas, de acuerdo con Mascarenhas y Dias de Oliveira.
“La retórica de la sostenibilidad se ha activado cada vez más durante los últimos 20 años para salvar la imagen de los eventos y fomentar su legitimación”, critican. Recuerdan que Londres se jactó de haber organizado en 2012 los primeros juegos en verdad sostenibles. Y París 2024 promete ser aún más verde. “¿Hasta qué punto puede realmente contribuir a la justicia ambiental y a una ciudad sostenible un megaevento deportivo?”, se preguntan los brasileños.
“Es un desafío”, responde Martín Almiña, ingeniero industrial y presidente de la asociación civil Más Oxígeno, que trabaja junto a organizaciones para que incorporen «en su ADN» la sostenibilidad. La define simplificadamente como un equilibrio entre lo que cualquier sistema, incluso las Olimpíadas, toma del ecosistema y lo que le devuelve. Y advierte que se necesita una comunicación cauta, ya que decirse «sostenible» implica no estar generando impacto ambiental. «La sostenibilidad dura es algo sumamente difícil de lograr», asevera. Por las tecnologías y el conocimiento disponibles, a lo mejor que se puede aspirar aún es a tratar de impactar lo menos posible.
“Desde mi visión, habría que hacer un trabajo técnico muchísimo mayor. Estamos hablando de que, a la hora de tratar de ser sostenibles, o incluso de tener un impacto ambiental bajo, hay que pensar en que el evento deje las cosas mejor de lo que estaban”, continúa Almiña. Reconoce que “hoy todavía eso falta” porque, según cree, implica que gran parte de las ganancias se destine a inversiones sociales y ambientales. “Afecta, obviamente, el rendimiento de los negocios”, subraya. Enumera otras posibles estrategias, como compostar los residuos orgánicos para generar abono y arbolar la ciudad, generar a su alrededor espacios de producción agroecológica y construir infraestructura que pueda desarmarse casi por completo.
“En canotaje, necesitás un espejo de agua de 2000 metros para poder hacer la pista”, explica Gonzalo Carreras, atleta del equipo argentino de esa disciplina. Una opción es competir en un recurso natural, como en Río. “Se ponen las boyas y, luego de la competencia, podés sacar todo y queda tal cual estaba”, asegura. Durante los entrenamientos previos, el impacto es mayor por la necesidad de que lanchas acompañen a los deportistas por seguridad y para que puedan recibir indicaciones técnicas. Están regulados los motores que pueden tener estas embarcaciones según el lugar. El palista también recuerda que fue un aspecto muy controlado en las Olimpíadas de 2016 por la cantidad de países que debían realizar estas prácticas previas.
En cambio, con la idea de que se use también para futuros torneos, Tokio estrena pista de canotaje y remo, deportes que comparten escenario. “Creo que genera un impacto mucho más grande –opina Carreras–. Si bien es una dársena que sale del mar, aislada por el tema de las olas, por lo que vi, es algo bastante artificial”. ¿Podría pensarse en usar pistas ya existentes, aunque no estuvieran en la ciudad sede? El deportista responde: “En los Juegos Panamericanos, en general, pasa eso porque no hay tanto presupuesto. Nosotros competimos a unas horas de Toronto [en 2015]. En Lima [2019], estábamos a 200 kilómetros de la ciudad en una reserva natural”. En el futuro, disponer de pistas podría ser aún menos problemático: “De a poco, se tiende a competir en distancias más cortas, y es más fácil encontrar un espejo de agua más chico”, señala Carreras.
“Hay que ver si sigue manteniendo el espíritu deportivo”, reflexiona Almiña sobre la alternativa de que una olimpíada se divida en varias ciudades que dispongan de la infraestructura necesaria. Anticipa que también dependerá de cómo evolucione la regulación y de si se empieza a poner límites a estos eventos por su impacto ambiental. “Creo que las emisiones de los vuelos [para trasladar a espectadores y deportistas] y de los eventos tranquilamente podrían estar reguladas, y se podría pedir que eso tenga una compensación. Hoy todo se puede ir compensando”, concluye.
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